Dios tenía un plan para mi vida

Lo último que vio Kim Wickes con sus propios ojos fue el destello de una bomba. Nacida en 1947 en el seno de una familia pobre de Corea, tenía tan solo 3 años cuando las fuerzas comunistas del norte comenzaron a atacar a sus compatriotas del sur en 1950.

Cuando el primer bombardero resonó sobre el pueblo en que vivía su familia en la zona rural de Corea del Sur, el padre de Kim le dijo a la familia que se tiraran al suelo y se cubrieran la cara. Pero Kim levantó la vista justo en el momento en que explotó una bomba, y después de ese día, solo pudo ver sombras y contornos tenues.

Incluso antes de que comenzaran los combates, la vida era difícil para la familia budista de Kim.

«De vez en cuando, ofrecíamos algo del poco arroz que teníamos a la estatua de Buda», dice Kim. «Yo deseaba poder comer ese pequeño tazón de arroz en lugar de ofrecérselo a Buda. Nosotros, que éramos tan pobres, nos volvimos aún más pobres cuando los comunistas atacaron. Incluso el escaso arroz que teníamos, ahora teníamos que dárselo a los norcoreanos».

Un duro camino

La familia de Kim se unió a los miles de refugiados que huían hacia el sur, hacia el Mar de Japón. Después de varios días caminando, durmiendo en el suelo y mendigando comida para su familia, el padre de Kim empezó a desanimarse.

Temprano una mañana, mientras la familia caminaba por la carretera en la oscuridad, Kim escuchó el golpeteo de un camión. Su padre le ordenó a la familia que dejaran de caminar, y luego dijo con tristeza: «Es inútil seguir viviendo, así que nos quedaremos aquí y dejaremos que el camión nos atropelle». La madre de Kim gritó que no y apartó a las niñas a un lado de la carretera.

Entonces, apuntado al agua que se veía desde donde estaban caminando, el padre de Kim dijo: «¡Si no es el camión, entonces el río!» Desesperado, arrojó a las niñas al agua. Kim aún recuerda los gritos de angustia de su madre mientras obligaba a su padre a meterse en el río para recuperar a las niñas.

«A mi hermana pequeña se la llevó la corriente», dice Kim, «pero Dios tenía un plan para mi vida. Isaías 43 dice: “No temas, que yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; tú eres mío. Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo; cuando cruces los ríos, no te cubrirán sus aguas…”. Dios estaba actuando para cumplir esas palabras, aunque yo todavía no había oído siquiera que existiera la Biblia».

«Esa fue la última vez que vi a mi madre biológica», dice Kim. Su madre le explicó que tres eran demasiados para mendigar en un solo grupo, así que se iba. En realidad, ella había perdido todo el respeto por su marido, y él se había perdido el respeto a sí mismo. Se había dado cuenta de que no podía mantener a su familia. Había perdido su autoestima y su estatus social en la tragedia del río, y la madre de Kim sería siempre un recordatorio de ese gran fracaso, así que la envió de vuelta con sus padres».

Padre e hija empezaron a caminar hacia Taegu, una ciudad del sur relativamente intacta por la guerra, donde World Vision tenía un orfanato para ciegos y sordos. Al llegar al orfanato, el padre de Kim le dijo que la dejaba con personas que podían cuidarla. Lo que no mencionó fue que la sociedad coreana consideraba que la ceguera era una desgracia. Al dejar a Kim en el orfanato, él sabía que recibiría una educación que normalmente no estaba disponible para los coreanos ciegos.

Kim gritó tras él, rogándole que se quedara. Salió corriendo a la calle, pero no podía ver lo suficientemente bien como para alcanzar a su padre, y este se fue.

Un nuevo comienzo

A las pocas semanas, Kim fue trasladada a un orfanato más pequeño y a una escuela para ciegos, dirigida por los misioneros estadounidenses Harry y Mary Hill. La vida en el orfanato no fue fácil al principio. Casi inmediatamente, los profesores le dijeron a Kim que necesitaría una cirugía para quitarle el ojo izquierdo porque estaba hinchado y supuraba.

Durante la operación los médicos vieron la necesidad de extirpar ambos ojos, y Kim despertó de la operación en completa oscuridad, sin poder ver siquiera las sombras de la luz.

Sin embargo, en el orfanato había ayuda y palabras de aliento para los niños ciegos, donde se les enseñaban canciones sobre Jesús. Como Kim no había tenido juguetes cuando era bebé, había aprendido a entretenerse cantando desde el momento en que pudo abrir la boca. Ahora, los misioneros descubrieron que Dios le había dado el don de la música.

También enseñaron a los niños a leer libros en braille y a memorizar amplias porciones de las Escrituras.

«Ningún profesor nos dijo: “Oh, esto es demasiado difícil. Nadie puede memorizar tanto”». Kim dice que, gracias a esta actitud, los alumnos superaban cualquier reto que les presentaran los profesores. Esto ayudó a  Kim a salir adelante a través de los muchos obstáculos que enfrentaría como adulta siguiendo el llamado de Dios en su vida. 

Cuando se firmó la tregua de la Guerra de Corea en 1953, los estadounidenses comenzaron a adoptar niños coreanos. Y al otro lado del mundo, Dios estaba poniendo en marcha su plan para Kim.

Adopción a la vista

Un día de octubre de 1956, Eva Wickes, de Dayton, Indiana, leyó un artículo en una revista sobre Harry Holt, un amigo de los Hills. Holt había fundado una agencia de adopción en Corea. Eva y su marido, George, tenían cuatro hijos, pero sintieron el impulso de Dios de escribir a la agencia para preguntar por la adopción de un niño.

Algunos misioneros que habían escuchado a Kim cantar y recitar las Escrituras en una reunión de la iglesia pensaron que se le debía dar la oportunidad de ir a los Estados Unidos, así que en mayo de 1957, Harry le escribió a Eva y a George, pidiéndoles que oraran acerca de su adopción.

Eva respondió inmediatamente, diciendo que aceptarían a Kim. En noviembre, los últimos detalles estaban en orden, y los Hills le dijeron a Kim que era hora de que volara a su nuevo hogar.

Tras un largo viaje en avión, Kim llegó a Portland, Oregón justo en el día de Acción de Gracias. Harry Holt la presentó con George y Eva, y el trío abordó un tren hacia Chicago para que Kim conociera a sus nuevos abuelos, quienes los llevarían a su casa en Indiana.

Kim pronto comenzó a integrarse en la familia y a aprender más inglés. Le iba bien en la escuela pública y prosperó en su nuevo entorno, pero le faltaba una sola cosa: aunque había escuchado el Evangelio en el orfanato de Corea, todavía no entendía que su mensaje pudiera aplicarse a su vida.

Un encuentro con Billy Graham

Cuando Kim tenía 12 años, Billy Graham celebró una cruzada de un mes de duración en Indianápolis. En una lluviosa noche de octubre, la familia Wickes fue a escuchar la predicación del Sr. Graham.

«Yo quería que Dios me amara», recuerda Kim. «Pero lo que no sabía era que podía tener la seguridad personal de ir al Cielo. Jesús podía morir por gente importante como los estadounidenses, pero no tenía sentido que Él, el Hijo de Dios, muriera por mí, una niña ciega, coreana, huérfana y mendiga». 

En la cultura coreana, los niños varones eran anhelados y atesorados. Kim comenta: «Yo era una niña, y esto me hacía sentir aún más indigna». Pero mientras Billy Graham hablaba, Kim escuchó un nuevo mensaje: «Jesús ha convertido todo lo que la gente llama indigno en algo a través de lo cual Él puede mostrar su grandeza».

Kim pasó al frente e invitó a Jesús a entrar en su corazón esa noche. En las semanas siguientes, las Escrituras que había memorizado en el orfanato comenzaron a tener sentido. Fue como si alguien hubiera abierto las cortinas para dejar entrar la luz del Evangelio.

Unos cuatro años más tarde, cuando Kim tenía 16 años, escuchó al fundador de World Vision, Bob Pierce, en una conferencia de Youth for Christ International [Juventud para Cristo].

«Yo quería que mi vida contara para el Señor», dice Kim, «así que ese día decidí entregar mi vida al servicio cristiano de tiempo completo, sin saber exactamente lo que eso podría implicar». En los días siguientes, empezó a preguntarse si había hecho lo correcto. «Pensaba que ser misionera significaba vivir en el desierto de África y pasar hambre. Empecé mi vida pasando hambre, y no quería ir a África a pasar hambre. Todavía no sabía que cuando el Señor te llama, Él también te equipa y te envía a un lugar hecho a tu medida».

Dios le proporcionó becas para sus estudios universitarios y de posgrado en la Universidad de Indiana, todo ello en preparación para que viajara por el mundo, contando a la gente lo que Él había hecho en su vida.

En 1970, un reportero de un periódico coreano la entrevistó para un reportaje sobre los coreano-americanos adoptados. El reportero consideró que muchos coreanos seguían amargados por la Guerra de Corea y decidió escribir un artículo adicional sobre la forma en que Dios había convertido la desesperada situación de Kim en algo bueno. Ella se alegró de compartir su historia acerca de la bondad de Dios y pensó que ese era el final de la historia.

Un reencuentro

Pero un día, en 1972, ella recibió una carta proveniente de Corea. Un estudiante coreano se la leyó. Era del padre coreano de Kim, que había leído el artículo en el Korea Times y había reconocido la historia de su hija. Le escribió que estaba enfermo y que quería que ella fuera a visitarlo.

Kim guardó la carta pero no estaba segura de cómo lograría ir a Corea. En 1973, después de completar los cursos para un doctorado, ganó una beca Fulbright para estudiar en Viena, Austria. Allí conoció al embajador de Estados Unidos en Austria, quien quedó fascinado con su historia y ofreció pagarle una visita a Corea del Sur. Como la salud de su padre era precaria, Kim no estaba segura de que siguiera vivo, pero aceptó agradecida el boleto, creyendo que Dios resolvería los detalles.

En 1974, Kim recibió la invitación para cantar en el Congreso de Lausana, que sería patrocinado por la Asociación Evangelística Billy Graham. En julio, le llegó un telegrama del Korea Times, justo antes de partir hacia Suiza. Llegó a Lausana con el telegrama sin leer y el boleto de avión a Corea del Sur.

Después de su actuación, muchas personas la invitaron a ir a sus iglesias a cantar y compartir su historia, incluido Billy Kim, un pastor coreano. Kim le explicó su situación al pastor y este le pidió ver el boleto y el telegrama. En el telegrama, dijo, figuraba la dirección de su padre coreano. El seguía vivo.

«La dirección de tu padre está a escasos 16 kilómetros de mi casa», dijo el pastor Kim. «Mi iglesia puede hacerse cargo, ayudarte y ocuparse de que vayas a ver a tu padre». Así que mientras Kim viajaba a compromisos que había agendado previamente en otros lugares de Asia, el pastor Kim terminó de ajustar los últimos detalles para su primera visita a Corea en 17 años.

Kim estuvo en Corea durante 29 días, y la prensa la siguió a todas partes, contando la historia de su reencuentro con su padre e informando de los conciertos que dio por todo el país.

Se reunió con su padre dos veces durante su viaje, y él acudió a uno de sus conciertos. Le escribió una carta a Kim tras su regreso a Estados Unidos y le dijo que había orado. Kim no le había oído decir esas palabras antes, y se preguntó qué querría decir. Desgraciadamente, nunca pudo preguntárselo, ya que murió poco después de su reencuentro.

«Ese verano hicimos al menos dos programas de televisión juntos», dice Kim. «Dijo que no se arrepentía de cómo habían salido las cosas para mi. Espero y confío en que tal vez en su carta quiso decir que había orado para que Jesús entrara en su corazón».

Hoy, a pesar de las evidentes limitaciones, Kim vive sola y se encarga de la limpieza de su casa y del trabajo de oficina. Y continúa con su ministerio musical, tanto a través de su iglesia local como mediante apariciones en otras iglesias, escuelas para ciegos y eventos militares. Enseña a tocar la flauta en su iglesia y, en cada oportunidad, cuenta cómo Dios la ha sostenido.

«He tomado de la mano a veteranos moribundos que no tenían a nadie más que los tomara de la mano. He cantado en muchas bases militares. Los militares se emocionan al ver cómo Dios puede utilizar a cualquiera, y yo siempre les agradezco su servicio». Aunque perder la vista durante la guerra fue malo en sí mismo, se ha convertido en un canal de gratitud, y Dios ha bendecido a otros».