«Los ojos de Dios ven los caminos del hombre; Él vigila cada uno de sus pasos». —Job 34:21
Hay un antiguo cuento sobre un cerdo que un granjero llevó a su casa. Lo bañó, le pulió las pezuñas, lo perfumó, le puso una cinta en el cuello y lo puso en la sala. El cerdo se veía bien. Fue una mascota agradable y sociable por unos minutos. Sin embargo, apenas se abrió la puerta, el cerdo abandonó la sala y se metió al primer charco que encontró. ¿Por qué? Porque todavía era un cerdo de corazón. Su naturaleza no había cambiado. Había cambiado exteriormente, pero no en su interior.
Puedes tomar a un hombre, vestirlo, ponerlo en la primera fila de la iglesia y casi parecerá un santo. Podría engañar incluso a sus mejores amigos por un tiempo; pero luego llévalo a su oficina o a la discoteca el sábado y verás su verdadera naturaleza de nuevo. ¿Por qué actúa de esa manera? Porque su naturaleza no ha cambiado. No ha nacido de nuevo.