«No será por la fuerza ni por ningún poder, sino por mi Espíritu —dice el Señor Todopoderoso—». —Zacarías 4:6
Después de la crucifixión, los atormentados discípulos se desesperaron y declararon: «… pero nosotros abrigábamos la esperanza de que era Él quien redimiría a Israel» (Lucas 24:21). Había angustia, desesperación y tragedia en medio de ellos. La vida ya no tenía sentido ni propósito. Sin embargo, cuando la resurrección se hizo evidente, la vida adquirió un nuevo sentido. Tenía un propósito y una razón.
David Livingstone se dirigió una vez a un grupo de estudiantes de la Universidad de Glasgow. Cuando se levantó para hablar, llevaba en su cuerpo las muchas marcas de sus luchas de África. Mientras estuvo en aquel continente, cayó enfermo en casi 30 ocasiones, las cuales lo habían dejado acabado y demacrado. Su brazo izquierdo, aplastado por un león, colgaba inmóvil a su costado.
Después de describir sus pruebas y sus tribulaciones, preguntó: «¿Les gustaría que les dijera lo que me ayudó durante todos los años de exilio entre personas cuyo idioma no podía entender y cuya actitud hacia mí era siempre incierta y, a menudo, hostil? Fueron estas palabras: “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Lo aposté todo en esas palabras y nunca me fallaron».