«La sal es buena, pero, si deja de ser salada, ¿cómo le pueden volver a dar sabor? Que no falte la sal entre ustedes...». —Marcos 9:50
A Cristóbal Colón lo llamaron loco porque decidió navegar por el océano inexplorado. A Martín Lutero lo llamaron loco porque se atrevió a desafiar a la arraigada jerarquía religiosa de su tiempo. Patrick Henry fue considerado loco cuando gritó: «¡Dame libertad o dame la muerte!». Se pensaba que George Washington estaba loco cuando decidió continuar la guerra después del invierno en Valley Forge, cuando miles de sus hombres habían muerto y otros miles habían desertado, quedando solo un puñado de hombres.
En nuestra generación, nos hemos vuelto demasiado sofisticados y respetables para que nos llamen locos. El cristianismo se ha vuelto tan respetable y convencional que ahora es insípido. La sal ha perdido su sabor. Quiera Dios que el mundo nos considere cristianos lo suficientemente peligrosos como para llamarnos locos, en estos días en que el materialismo y la secularidad arrasan el mundo. Gracias a Dios aún hay quienes sacrifican su tiempo, sus talentos, su posición social y sus puestos lucrativos; quienes dejan atrás todas las ventajas y comodidades para servir al reino de Dios.